Al cumplir los quince años, pensé en ir a estudiar a un internado para alejarme de mi padre. Había oído hablar de algunas instituciones, por lo que comencé a informarme. Cuando le comuniqué mis intenciones me miró con desprecio y contestó.
— ¿Quién crees que eres para decidir sobre ti?, niña estúpida. Nunca te librarás de mí, lo sabes. Solo el día de mi muerte lo harás. Yo te di la vida y me perteneces.
Así quedó zanjado el asunto y comencé a pensar que solo muerta podría ser libre, porque él nunca me dejaría marchar.
Una tarde de finales de julio me encontraba en casa, encerrada como era habitual. Al atardecer llegó borracho, tiró la puerta con fuerza. Inmediatamente supe lo que me esperaba.
Se sentó en el sofá del salón y se quitó los pantalones. Comenzó a manosearse, al momento me llamaba.
—Marina, ven aquí. Ya sabes lo que tienes que hacer. Ven pequeña. Ahora voy a darte lo que mereces. Vas a chuparme justo cómo te he enseñado, vamos.
Algo dentro de mí hizo un clic. Despertó la ira reprimida que durante tanto tiempo había estado escondida en mi interior. Opuse resistencia, le abofeteé y forcejeamos. Me dio un puñetazo y la sangre corrió por mi labio inferior. Estaba rabioso porque no me dejaba follar y me enfrentaba por primera vez. Aquello lo enfureció más. Con el rostro desencajado y los ojos inyectados en sangre gritó:
—Eres una puta como tu madre. No vales nada. Mira las ojeras que tienes por andar dando el culo por la calle. Estás satisfecha, puta de mierda. Por eso no te apetece. Voy a mostrarte quien manda aquí.
Todo cambió en un instante. No era yo. Me veía como suspendida en el aire observando a una persona distinta en mi lugar.
Corrí a la habitación por una barra de hierro que tenía guardada hacía algún tiempo. Me acerqué por la espalda, mientras él se sacaba el cinturón, y sin mediar palabra alguna comencé a golpearle con todas mis fuerzas; una y otra vez, hasta hundirle el cráneo. Su sangre lo salpicó todo, manchando parte de mi cuerpo, las paredes y el suelo. Una sonrisa diabólica se dibujaba en mi rostro, mientras continuaba golpeándolo en un frenesí sin igual.
—Ya no volverás a atormentarme. ¿Ahora quién tiene el control?, cerdo repugnante —gritaba poseída por una fuerza extraña que me impulsaba.
No sé en qué momento conseguí pararme, me vi sentada en el suelo, contemplando el cuerpo en medio de un charco de sangre. ¿Cuánto tiempo había pasado? nunca lo sabré observe su rostro desencajado, inmortalizado en una mueca de dolor y sonreí feliz, subí las escaleras hasta mi cuarto. Cogí ropa limpia y me fui a la ducha. Me lavé y vestí. Envolví la ropa sucia en una bolsa de plástico y limpié las huellas de mis pies ensangrentados escalera arriba. Salí de casa con total naturalidad. Era ya de noche y no había nadie en los alrededores.
Caminé por las calles desiertas hasta la parada del bus. Pocos minutos después llegó el que me llevaría rumbo a casa de mi madre.
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